Quiénes y cuando
Algo tan sencillo como abrir una Pritty con los dientes. Poné ahí, pibe, poné ahí. Discepolín. Daniel Salzano.
10/12/2011 00:01 , por Daniel Salzano0Reportar abuso...Algo tan sencillo como abrir una Pritty con los dientes
Vivo en Córdoba/ en la calle Obispo Salguero/ República Argentina/ soy un tipo bastante tímido/ aunque no es de la timidez que quiero hablar/ sino de mi vida/ la escritura.
Me levanto a las 7/ a las 7 y cuarto tomo la leche/ y a las 7 y 30/ le digo cacha cacha a la máquina de escribir/ algo tan sencillo/ como abrir una Pritty con los dientes.
Una vez invitaron a Manolete/ a un debate/ lo único que dijo fue/ yo a los toros los mato/ esa es una definición que me vuelve loco: yo a las notas las escribo.
Para escribir una crónica/ 1) hay que saber distinguir una nube de otra nube: no es lo mismo una paloma que un elefante/ 2) recordar los días en que las promesas de amor quedaban inscriptas en el paredón del San Roque/ 3) sentarse delante de un florero y esperar la caída de las hojas/ 4) leer todos los avisos clasificados/ 5) apoyar el oído en la puerta de la Biblioteca Vélez Sársfield/ 6) llevar la bicicleta del cogote y caminar con elegancia para que los demás crean que estás como una rosa.
Escribo diariamente/ como los viejos pugilistas retirados/ que continúan haciendo soga en el gimnasio/ ojo: hay mucha relación entre el boxeo y la literatura/ en ambos hay que conservar el centro del cuadrilátero/ y achatarle el hocico al enemigo/ aunque muchas veces las palabras te tiran a la lona/ y te hacen sentir como esos bichitos que trepan por la pileta de aluminio y cada vez que suben el agua los arrastra.
Los sábados no trabajo/ salgo a la calle/ y espero que me miren a la cara/ eso es lo bueno que tiene esta ciudad/ puede ser que los paisanos tarden/ pero terminan por mirarte a la cara/ ponerte una mano sobre el hombro/ y decirte/ “las crónicas del sábado me gustaron”/ entonces yo contesto/ “me alegro de haberlas escrito”/ y ellos dicen/ “y yo de haberlas leído”.
Para eso vivo/ nada más que para eso/ creanmé:/ la timidez es un globo que vuela suspendido en el silencio/ y nunca regresa.
Ni se aleja.
Poné ahí, pibe, poné ahí
Hace exactamente 90 años Astor Piazzolla nacía en Mar del Plata y yo lo conocí, conocí a Piazzolla y, ahora que lo menciono, experimento la misma emoción que si hubiera conocido a Ray Charles. O a John Lennon. Piazzolla, niños, era un músico que tocaba el bandoneón con un pie sobre un banquito de madera, con los ojos bien cerrados y cuando lo escuchabas te sucedía lo mismo que cuando subías al trampolín mayor de la pileta de San Cayetano: desde ahí se veía toda la Argentina.
Cada vez que venía a Córdoba, Piazzolla daba una conferencia de prensa en la taberna de Julio, en la ruta 9, y ahí fue donde yo lo conocí junto a una mesa de madera cubierta de ceniceros y palitos y quesitos.
A su alrededor había media docena de reporteros que lo esperaban para preguntarle si el tango había muerto o si él lo había matado. Quiero decir, niños, que existía un tango antes de Piazzolla y otro tango después, oh ya saben, la vieja y terrible mala leche nacional.
Piazzolla entró al local con una camisa roja de bandoneonista enamorado y mientras la prensa lo inmovilizaba con velocidad uno en quinientos, él saludaba y miraba todo sin perderse detalle.
Era un tipo bronco y mal reído, un bandoneonista de manos fuertes afeitado con yilé y unas pupilas chiquitas que se movían como las de Dillinger cuando le quedaba una sola bala en el tambor.
Obviamente, no le gustaban los encuentros multitudinarios y se le notaba: discutía mucho, se encolerizaba más de lo aconsejable y cuando me contestó no se qué cosa, lo hizo agregando:
–Poné ahí.
Se refería a la libreta donde yo iba anotando. Si no lo escribía, no se quedaba tranquilo:
–Poné ahí, pibe, poné ahí.
Era un maestro, era un crack, sus partituras descansaban sobre los atriles de la orquesta típica de Von Karajan y sin embargo ahí estaba atajando buluquitas en los suburbios de la ruta 9.
Y eso que, siendo un chico, le había llevado los botines a Gardel en la isla de Manhattan, y había entrado de pantalones largos al Tabarís como asesor de Aníbal Troilo. Y, además, había sido un buen hijo: su papá se murió cuando él estaba corriendo la liebre en Estados Unidos y ahí nomás escribió Adiós Nonino, y esa era una de las causas por las cuales yo lo admiraba, que hubiera escrito un tango en memoria de su padre, como si tuviera los pies mojados por la lluvia.
Es necesario que ustedes sepan estas cosas, niños, porque las personas sólo viven cuando están vivas, pero si están muertas sólo consiguen vivir si se las nombra.
Dios mío, chicos, sigan mi consejo, no se mueran sin haber subido un par de veces al trampolín más alto de San Cayetano.
A Piazzolla le estreché la mano cuando terminó la conferencia y no hablé con él ni nada. Y cuando, muchos años después, el diario Página 12 organizó un referéndum sobre los tangos más entrañables de la historia, yo mandé 12 cartas votando por Adiós Nonino. Y ganamos. Es necesario, niños, que se sepan estas cosas.
Discepolín
Hace poco más de medio siglo, con la luna de los locos rodando por Callao (Callao casi esquina con Córdoba), Enrique Santos Discépolo bajaba la bandera, pedía un vaso de soda y se moría.
Que Discepolín se iba a morir en cualquier momento era una cosa que estaba en el aire, pero no que lo iba a hacer pegado al palo de la Navidad. Es verdad que estaba flaco y se lo veía consumido, pero ¿alguien lo había visto alguna vez de otra manera? ¿Acaso no había empezado a fumar 40 en lugar de 60 cigarrillos en un día? ¿Acaso no se tapaba la nariz todas las noches para, antes de acostarse,
tomar una cucharada de aceite de hígado de bacalao?
¡La nariz de Discépolo!
Cada vez que Juan Delfini la dibuja, primero pone un disco de llorar y después se aleja media docena de pasos del tablero.
Bueno, consta en actas, Discépolo estaba metido en su cuerpito de niño viejo y de repente le vinieron unos chuchos de frío muy intensos, comenzó a respirar con dificultad y, para reponerse, se sentó en el mismo sillón de mimbre donde había pulido y repulido las estrofas de Cambalache, el himno que debió haber compuesto Vicente López y Planes en el siglo XIX.
Tania, su mujer, se ofreció para llevarlo a la cama pero él no quiso. Andá, le pidió, y traeme una frazada. Cada vez le dolía más el hombro izquierdo y Tania no lograba encontrar el termómetro perdido en un caos de papeles, partituras, alfileres de gancho y billetes de lotería. Cómo se sentiría de mal el maestro que ni siquiera protestó cuando ella levantó el tubo y, como la antena de la RKO, comenzó a enviar pedidos de auxilio. Llamó al médico, claro, pero también a Cátulo Castillo, Osvaldo Miranda y Aníbal Troilo, Pichuco, Picha, que pesaba 105 kilos, el triple que su amigo.
Es probable que Discépolo, volando de fiebre y envuelto en una frazada, pensara una vez más que, para no llorar, lo único que se podía hacer exitosamente en Argentina era piantarse.
Pidió un vasito de soda, lo vació y su corazón saltó hecho pedazos.
¿Cuántos años hace? 60 ¿Cuántos años tenía? 50. A él le hubiera encantado que le pusiéramos todo al 110, a la cabeza.
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Algo tan sencillo como abrir una Pritty con los dientes. Poné ahí, pibe, poné ahí. Discepolín. Daniel Salzano.
10/12/2011 00:01 , por Daniel Salzano0Reportar abuso...Algo tan sencillo como abrir una Pritty con los dientes
Vivo en Córdoba/ en la calle Obispo Salguero/ República Argentina/ soy un tipo bastante tímido/ aunque no es de la timidez que quiero hablar/ sino de mi vida/ la escritura.
Me levanto a las 7/ a las 7 y cuarto tomo la leche/ y a las 7 y 30/ le digo cacha cacha a la máquina de escribir/ algo tan sencillo/ como abrir una Pritty con los dientes.
Una vez invitaron a Manolete/ a un debate/ lo único que dijo fue/ yo a los toros los mato/ esa es una definición que me vuelve loco: yo a las notas las escribo.
Para escribir una crónica/ 1) hay que saber distinguir una nube de otra nube: no es lo mismo una paloma que un elefante/ 2) recordar los días en que las promesas de amor quedaban inscriptas en el paredón del San Roque/ 3) sentarse delante de un florero y esperar la caída de las hojas/ 4) leer todos los avisos clasificados/ 5) apoyar el oído en la puerta de la Biblioteca Vélez Sársfield/ 6) llevar la bicicleta del cogote y caminar con elegancia para que los demás crean que estás como una rosa.
Escribo diariamente/ como los viejos pugilistas retirados/ que continúan haciendo soga en el gimnasio/ ojo: hay mucha relación entre el boxeo y la literatura/ en ambos hay que conservar el centro del cuadrilátero/ y achatarle el hocico al enemigo/ aunque muchas veces las palabras te tiran a la lona/ y te hacen sentir como esos bichitos que trepan por la pileta de aluminio y cada vez que suben el agua los arrastra.
Los sábados no trabajo/ salgo a la calle/ y espero que me miren a la cara/ eso es lo bueno que tiene esta ciudad/ puede ser que los paisanos tarden/ pero terminan por mirarte a la cara/ ponerte una mano sobre el hombro/ y decirte/ “las crónicas del sábado me gustaron”/ entonces yo contesto/ “me alegro de haberlas escrito”/ y ellos dicen/ “y yo de haberlas leído”.
Para eso vivo/ nada más que para eso/ creanmé:/ la timidez es un globo que vuela suspendido en el silencio/ y nunca regresa.
Ni se aleja.
Poné ahí, pibe, poné ahí
Hace exactamente 90 años Astor Piazzolla nacía en Mar del Plata y yo lo conocí, conocí a Piazzolla y, ahora que lo menciono, experimento la misma emoción que si hubiera conocido a Ray Charles. O a John Lennon. Piazzolla, niños, era un músico que tocaba el bandoneón con un pie sobre un banquito de madera, con los ojos bien cerrados y cuando lo escuchabas te sucedía lo mismo que cuando subías al trampolín mayor de la pileta de San Cayetano: desde ahí se veía toda la Argentina.
Cada vez que venía a Córdoba, Piazzolla daba una conferencia de prensa en la taberna de Julio, en la ruta 9, y ahí fue donde yo lo conocí junto a una mesa de madera cubierta de ceniceros y palitos y quesitos.
A su alrededor había media docena de reporteros que lo esperaban para preguntarle si el tango había muerto o si él lo había matado. Quiero decir, niños, que existía un tango antes de Piazzolla y otro tango después, oh ya saben, la vieja y terrible mala leche nacional.
Piazzolla entró al local con una camisa roja de bandoneonista enamorado y mientras la prensa lo inmovilizaba con velocidad uno en quinientos, él saludaba y miraba todo sin perderse detalle.
Era un tipo bronco y mal reído, un bandoneonista de manos fuertes afeitado con yilé y unas pupilas chiquitas que se movían como las de Dillinger cuando le quedaba una sola bala en el tambor.
Obviamente, no le gustaban los encuentros multitudinarios y se le notaba: discutía mucho, se encolerizaba más de lo aconsejable y cuando me contestó no se qué cosa, lo hizo agregando:
–Poné ahí.
Se refería a la libreta donde yo iba anotando. Si no lo escribía, no se quedaba tranquilo:
–Poné ahí, pibe, poné ahí.
Era un maestro, era un crack, sus partituras descansaban sobre los atriles de la orquesta típica de Von Karajan y sin embargo ahí estaba atajando buluquitas en los suburbios de la ruta 9.
Y eso que, siendo un chico, le había llevado los botines a Gardel en la isla de Manhattan, y había entrado de pantalones largos al Tabarís como asesor de Aníbal Troilo. Y, además, había sido un buen hijo: su papá se murió cuando él estaba corriendo la liebre en Estados Unidos y ahí nomás escribió Adiós Nonino, y esa era una de las causas por las cuales yo lo admiraba, que hubiera escrito un tango en memoria de su padre, como si tuviera los pies mojados por la lluvia.
Es necesario que ustedes sepan estas cosas, niños, porque las personas sólo viven cuando están vivas, pero si están muertas sólo consiguen vivir si se las nombra.
Dios mío, chicos, sigan mi consejo, no se mueran sin haber subido un par de veces al trampolín más alto de San Cayetano.
A Piazzolla le estreché la mano cuando terminó la conferencia y no hablé con él ni nada. Y cuando, muchos años después, el diario Página 12 organizó un referéndum sobre los tangos más entrañables de la historia, yo mandé 12 cartas votando por Adiós Nonino. Y ganamos. Es necesario, niños, que se sepan estas cosas.
Discepolín
Hace poco más de medio siglo, con la luna de los locos rodando por Callao (Callao casi esquina con Córdoba), Enrique Santos Discépolo bajaba la bandera, pedía un vaso de soda y se moría.
Que Discepolín se iba a morir en cualquier momento era una cosa que estaba en el aire, pero no que lo iba a hacer pegado al palo de la Navidad. Es verdad que estaba flaco y se lo veía consumido, pero ¿alguien lo había visto alguna vez de otra manera? ¿Acaso no había empezado a fumar 40 en lugar de 60 cigarrillos en un día? ¿Acaso no se tapaba la nariz todas las noches para, antes de acostarse,
tomar una cucharada de aceite de hígado de bacalao?
¡La nariz de Discépolo!
Cada vez que Juan Delfini la dibuja, primero pone un disco de llorar y después se aleja media docena de pasos del tablero.
Bueno, consta en actas, Discépolo estaba metido en su cuerpito de niño viejo y de repente le vinieron unos chuchos de frío muy intensos, comenzó a respirar con dificultad y, para reponerse, se sentó en el mismo sillón de mimbre donde había pulido y repulido las estrofas de Cambalache, el himno que debió haber compuesto Vicente López y Planes en el siglo XIX.
Tania, su mujer, se ofreció para llevarlo a la cama pero él no quiso. Andá, le pidió, y traeme una frazada. Cada vez le dolía más el hombro izquierdo y Tania no lograba encontrar el termómetro perdido en un caos de papeles, partituras, alfileres de gancho y billetes de lotería. Cómo se sentiría de mal el maestro que ni siquiera protestó cuando ella levantó el tubo y, como la antena de la RKO, comenzó a enviar pedidos de auxilio. Llamó al médico, claro, pero también a Cátulo Castillo, Osvaldo Miranda y Aníbal Troilo, Pichuco, Picha, que pesaba 105 kilos, el triple que su amigo.
Es probable que Discépolo, volando de fiebre y envuelto en una frazada, pensara una vez más que, para no llorar, lo único que se podía hacer exitosamente en Argentina era piantarse.
Pidió un vasito de soda, lo vació y su corazón saltó hecho pedazos.
¿Cuántos años hace? 60 ¿Cuántos años tenía? 50. A él le hubiera encantado que le pusiéramos todo al 110, a la cabeza.
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Bienvenida. Te deseo mucha suerte.