Vacunados
Por Juan Sasturain
Ayer, futboleramente hablando, por diferentes razones, se le dio mucha más importancia al ruido que hizo el derrotado al caer (de tan alto), que al grito que dio el ganador al subir y llegar tan arriba. Injustamente, Belgrano vio asordinado su festejo, opacada su hazaña (que lo fue), ante la magnitud del desastre que produjo en el encumbrado adversario.
Así, antes que nada, la gloria y el aplauso mayor para Belgrano, que dentro de la cancha hizo todo bien, templadísimo, administrando con criterio y armas lícitas sus discretos medios; y que fuera de la cancha, antes y después, fue modelo de equilibrio y buena leche cuando estuvo rodeado –por las circunstancias– de invitaciones al desequilibrio y a la desmesura. Es bueno subrayar que éstas fueron las virtudes del ganador. Y es lo que cabe señalar primero. Más allá de desmenuzar por partes los pedacitos de laurel y los segundos de aplauso que le corresponde a cada uno de los responsables de la hazaña.
Claro que, como (no) suele suceder, esta vez fue más nutrida, señalada y subrayada que nunca la lista de los innegables derrotados. River fue el perverso foco. Se pueden enumerar jugadores, conductores técnicos, dirigentes de reciente o anterior gestión para que se hagan cargo –”culpables” o más o menos “responsables”– de la derrota deportiva y el terremoto institucional. Es tarea necesaria pero que suele derivar –de acuerdo con quien la haga– en insana saña carroñera. Más y mejor me resulta señalar las virtudes del ganador.
Sin embargo, hay algo bueno que trasciende saludablemente más allá de lo que pasó en la cancha y del consecuente y ocasional reparto de categorías resultante. Creo que convendría poner énfasis en otra cosa: los únicos y verdaderos derrotados de ayer fueron los que no tienen camiseta ni pasión verdadera ni (deberían tener) lugar en el fútbol: los violentos, los tramposos y los suspicaces.
Se me dirá que los violentos –quiero decir: los Barras & Co., los delincuentes, esta vez con el pretexto de (ser hinchas de) River– hicieron lo suyo una vez más y peor que nunca, operando en esa zona perversa de impunidad, extorsión y complicidad consuetudinaria armada con la supuesta y corrupta seguridad, y la deplorable dirigencia. Claro que sí: fue más (mucho más) de lo mismo. Y precisamente por eso quiero señalar que lo suyo fue una demostración más y más clara –por si fuera necesaria– de su falta de sentido, de su ineficacia, de su absoluta minoría y desconexión con la verdadera hinchada futbolera, de su condición de variable externa al fútbol, al juego y a los resultados. Los violentos rompieron todo en señal de impotencia: dieron (a River, al fútbol, a la sociedad) lo único que pueden dar: miedo.
Ver eso de frente es un buen punto de partida para todos. Quiero decir: complicidad cero.
En cuanto a los tramposos, mentirosos y especuladores, no jugaron en estos dos partidos. Malos partidos jugados mediocremente por equipos –dentro de lo que se puede en competencia argentina– leales, antes, durante y después del juego. Esta vez, la enfermedad no partió de la cancha hacia afuera.
Finalmente, estos dos partidos que terminaron con el descenso de River a la B (como podría ser, eventualmente, el de Boca en un futuro cercano, por ejemplo) dejan como saldo más saludable la derrota de una de las formas de pensamiento más despreciables y equívocas, en tanto se presenta como sucedáneo de la poco común inteligencia y de la deseable perspicacia. Esa prima lejana, boba y dañina: la suspicacia.
La suspicacia –ejercida como recurso sistemático de aproximación a cualquier hecho humano que implique juego de valores y/o intereses– es el supuesto carnet de vivo que suelen ostentar los mediocres. Lejos de ejercer el filosófico escepticismo o la cautelosa duda metódica, el habitual suspicaz mediático (con sus múltiples versiones repetidoras) es incapaz de creer. Porque no cree en sí mismo, claro. Que se joda, pero que no joda a los demás.
Sin sacar –espero– patente de boludo alegre ni de ingenuo impenitente, me parece que no estaría mal tomar, como sociedad futbolera, este acontecimiento traumático (incluso doloroso) para algunos, y conmovedor para todos, como una vacuna contra la suspicacia en su variante sistemática.
Nos vacunan contra tantas pelotudeces, que no estaría mal para nuestra salud moral de aquí en más. Quién te dice que no lleguemos a creer que se puede terminar con los barras y el curro de la seguridad o que es posible volver a jugar mejor al fútbol, sin ir más lejos.
Por Juan Sasturain
Ayer, futboleramente hablando, por diferentes razones, se le dio mucha más importancia al ruido que hizo el derrotado al caer (de tan alto), que al grito que dio el ganador al subir y llegar tan arriba. Injustamente, Belgrano vio asordinado su festejo, opacada su hazaña (que lo fue), ante la magnitud del desastre que produjo en el encumbrado adversario.
Así, antes que nada, la gloria y el aplauso mayor para Belgrano, que dentro de la cancha hizo todo bien, templadísimo, administrando con criterio y armas lícitas sus discretos medios; y que fuera de la cancha, antes y después, fue modelo de equilibrio y buena leche cuando estuvo rodeado –por las circunstancias– de invitaciones al desequilibrio y a la desmesura. Es bueno subrayar que éstas fueron las virtudes del ganador. Y es lo que cabe señalar primero. Más allá de desmenuzar por partes los pedacitos de laurel y los segundos de aplauso que le corresponde a cada uno de los responsables de la hazaña.
Claro que, como (no) suele suceder, esta vez fue más nutrida, señalada y subrayada que nunca la lista de los innegables derrotados. River fue el perverso foco. Se pueden enumerar jugadores, conductores técnicos, dirigentes de reciente o anterior gestión para que se hagan cargo –”culpables” o más o menos “responsables”– de la derrota deportiva y el terremoto institucional. Es tarea necesaria pero que suele derivar –de acuerdo con quien la haga– en insana saña carroñera. Más y mejor me resulta señalar las virtudes del ganador.
Sin embargo, hay algo bueno que trasciende saludablemente más allá de lo que pasó en la cancha y del consecuente y ocasional reparto de categorías resultante. Creo que convendría poner énfasis en otra cosa: los únicos y verdaderos derrotados de ayer fueron los que no tienen camiseta ni pasión verdadera ni (deberían tener) lugar en el fútbol: los violentos, los tramposos y los suspicaces.
Se me dirá que los violentos –quiero decir: los Barras & Co., los delincuentes, esta vez con el pretexto de (ser hinchas de) River– hicieron lo suyo una vez más y peor que nunca, operando en esa zona perversa de impunidad, extorsión y complicidad consuetudinaria armada con la supuesta y corrupta seguridad, y la deplorable dirigencia. Claro que sí: fue más (mucho más) de lo mismo. Y precisamente por eso quiero señalar que lo suyo fue una demostración más y más clara –por si fuera necesaria– de su falta de sentido, de su ineficacia, de su absoluta minoría y desconexión con la verdadera hinchada futbolera, de su condición de variable externa al fútbol, al juego y a los resultados. Los violentos rompieron todo en señal de impotencia: dieron (a River, al fútbol, a la sociedad) lo único que pueden dar: miedo.
Ver eso de frente es un buen punto de partida para todos. Quiero decir: complicidad cero.
En cuanto a los tramposos, mentirosos y especuladores, no jugaron en estos dos partidos. Malos partidos jugados mediocremente por equipos –dentro de lo que se puede en competencia argentina– leales, antes, durante y después del juego. Esta vez, la enfermedad no partió de la cancha hacia afuera.
Finalmente, estos dos partidos que terminaron con el descenso de River a la B (como podría ser, eventualmente, el de Boca en un futuro cercano, por ejemplo) dejan como saldo más saludable la derrota de una de las formas de pensamiento más despreciables y equívocas, en tanto se presenta como sucedáneo de la poco común inteligencia y de la deseable perspicacia. Esa prima lejana, boba y dañina: la suspicacia.
La suspicacia –ejercida como recurso sistemático de aproximación a cualquier hecho humano que implique juego de valores y/o intereses– es el supuesto carnet de vivo que suelen ostentar los mediocres. Lejos de ejercer el filosófico escepticismo o la cautelosa duda metódica, el habitual suspicaz mediático (con sus múltiples versiones repetidoras) es incapaz de creer. Porque no cree en sí mismo, claro. Que se joda, pero que no joda a los demás.
Sin sacar –espero– patente de boludo alegre ni de ingenuo impenitente, me parece que no estaría mal tomar, como sociedad futbolera, este acontecimiento traumático (incluso doloroso) para algunos, y conmovedor para todos, como una vacuna contra la suspicacia en su variante sistemática.
Nos vacunan contra tantas pelotudeces, que no estaría mal para nuestra salud moral de aquí en más. Quién te dice que no lleguemos a creer que se puede terminar con los barras y el curro de la seguridad o que es posible volver a jugar mejor al fútbol, sin ir más lejos.
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